El goce ilimitado de la Ninfa de Warburg
Eduardo Mahieu
Marzo 2007

 
 
 

Meses atrás, un cotidiano de nuestra ciudad (nota 1) publica el destino patético del mármol de carrara de lo que fuera un monumento de cultura realizado por el arquitecto francés Etienne Dumesnil. Se ha decidido que los restos de la fuente del Parque Elisa (que hoy lleva el nombre más marcial de Las Heras) sean enterrados nuevamente, e incidentemente nos enteramos que algunas de las estatuas que forman parte del monumento han desaparecido. Entre ellas se cuenta la de la Ninfa Elisa que corona el monumento y que aparece en la carta postal publicada con fecha de 1880. Casi al mismo tiempo, el filósofo italiano Giorgio Agamben publica un libro dedicado a la Ninfa, imagen sobreviviente de la Antigüedad e ícono del goce ilimitado de las diosas (nota 2), y aparece en francés la historia clínica del inclasificable Aby Warburg, fundador de una «ciencia sin nombre » que se encuentra al inicio del interés renovado por esta figura del goce no-todo de la Ninfa. Quizás no sea mera coincidencia, sino una cuestión de época.

Ninfa florentina

Los estudios de A. Warburg [8] sobre los síntomas de la cultura le prestan gran atención a estas irrupciones intempestivas e inactuales de la Ninfa gozando en un fresco florentino de Ghirlandaio cuyo motivo es la seriedad religiosa del nacimiento de San Juan, o aún en la actitud extática que no miente de la adoración de una Magdalena de Bertoldo di Giovanni vestida al uso de las ménades de la antigüedad pagana. « Sobrevivencia », nachleben, de un goce que desborda el orden religioso cristiano, expresado a través de una «fórmula expresiva », pathosformel, la misma a la cual Jacques Lacan se muestra sensible en la Santa Teresa de Bernini (nota 3). A. Warburg, quien desdeña la fortuna que le corresponde al heredar en su derecho de primogénito la dirección de uno de los bancos más ricos del mundo, es un sujeto implicado en su investigación. De hecho, la ortodoxia religiosa judía de su padre ve con el mayor rechazo la herejía de una tal implicación en la «eficacia del imaginario » en la cultura, mas allá de la prohibición de adorar las imágenes de la ley mosaica [4]. Contra todo, A. Warburg no cesa de analizar estas schizés que el Renacimiento florentino expone en su arte: « en tanto que historiador de la psyké, he intentado establecer el diagnóstico de la esquizofrenia de la civilización occidental a través de su reflejo autobiográfico: la ninfa extática (maníaca) por un lado y el melancólico dios fluvial (depresivo) por el otro » [1]. Hasta verse implicado en su fibra más íntima. En 1918 y después de un desenfrenado estudio de las líneas de fractura y de las líneas del frente de guerra de una civilización que deja correr sin límites la destrucción, esta implicación torna a la locura: A. Warburg se asume como la causa de la guerra y armado de un revolver quiere poner fin a los sufrimientos a venir de sus hijos, su mujer y él mismo. Afortunadamente, esta vez su voluntad encuentra un límite y la familia lo envía al asilo.

Warburg, Binswanger, Kraepelin y Freud

Warburg llega en 1921a la clínica Bellevue de Ludwig Binswanger en Kreutzlingen, luego de su paso infructuoso por sanatorios de Hamburgo y Jena. Sigmund Freud, cuyo estudio de Gradiva muestra parentescos con el método de A. Warburg – un «más allá de los mismos límites de la historia del arte» [1] - se inquiere por la salud del autor de «trabajos sutiles» y pregunta si se puede esperar que A. Warburg prosiga sus estudios [6]. L. Binswanger le responde sin vueltas que este hombre llegado a su clínica con el diagnóstico de demencia precoz - que el suizo cambia por el de esquizofrenia -, se encuentra en un estado que no permite imaginar que retome sus investigaciones. Al cabo de cierto tiempo durante el cual la salud de A. Warburg se deteriora, L. Binswanger le propone a S. Freud de venir a Kreuzlingen para obtener su consejo. En efecto, A. Warburg pasa días agitados debatiéndose con las personas que se ocupan de él, afirmando que un complot antisemita se abate sobre Alemania, que sus hijos son devorados, que la causa de tal desorden en el mundo reside en su sensibilidad de «sismógrafo» capaz de prever los acontecimientos, así como en su curiosidad por despertar «demonios paganos». Su comportamiento deja un poco perplejo al equipo de L. Binswanger: A. Warburg se inventa un ritual con las mariposas nocturnas que entran en su cuarto - «pequeñas almas vivientes», sobrevivencias de la Psyké de la Antigüedad - y con las cuales dialoga durante horas. Sus gritos, ora imitando rugidos de fieras o alaridos desesperados, ora pequeñas voces de tonalidad y timbre diferentes, se transforman en monólogos, en diálogos, en proclamas [3]. Escribe sin cesar su Diario, un archivo de su propia locura con más de siete mil páginas de una frenética esquizografía puntuada por signos de exclamación, palabras violentamente subrayadas, hasta que ya no se distinga más nada y que trazos serpenteantes (nota 4) llenen la superficie de la hoja [4]. La sombra de Ninfa se adivina en la mueca sardónica de sus relaciones con las enfermeras: las trata de prostitutas, de conductas innobles y obscenas, intenta estrangular una de ellas, o cuando en un episodio de lo más confuso su enfermera personal (que lo acompaña desde Jena) se ve licenciada de acuerdo a las indicaciones de la familia, sospechada de conducta indecorosa. Sin tener en cuenta la idea de L. Binswanger de recurrir a S. Freud, la rica familia de A. Warburg le paga el desplazamiento a otra celebridad psiquiátrica más acorde al estilo familiar: Emil Kraepelin. En 1923, luego de dos años de locura desenfrenada y cinco años después de su tentativa de suicidio altruista, tras un examen detenido pero que deja muy mal recuerdo a A. Warburg, E. Kraepelin sorprende a todos con su diagnóstico: « estado mixto maníaco-depresivo con un pronóstico altamente favorable », aún cuando sugiere prudentemente proseguir la hospitalización puesto que se trata de un «episodio agudo » [3].

El ritual de la serpiente

Es difícil precisar de qué modo esta intervención influye en el curso de los acontecimientos. Lo cierto es que una solución comienza a vislumbrarse entre tanto barullo subjetivo. De ahora en más, A. Warburg trabaja a la «confesión de un esquizoide (incurable) vertido a los archivos de los médicos del alma » [9], una conferencia que dicta meses después ante el auditorio nada banal del microcosmos de Kreuzlingen: sus camaradas de infortunio Bertha Pappenheim, Vladimir Nijinsky, Ernst Kirchner, así como L Binswanger y otros invitados exteriores prestigiosos. A. Warburg exige de su amigo Fritz Saxl, quien le asiste en la redacción del manuscrito, que este no sea nunca publicado. La ironía quiere que ningún otro texto de A. Warburg haya conocido tantas ediciones en países y lenguas diferentes. El manuscrito original dactilografiado presenta aún trazas - ciertamente más discretas - de impromptus esquizográficos manuscritos: « ¡Socorro! », y algunas notas ausentes en la versión editorial como aquella en la que se queja de no disponer de su ejemplar de Totem y Tabú. « El ritual de la serpiente » evoca una experiencia personal de juventud a la ocasión de una visita en 1895-1896 a los indios Hopi de las mesas del desierto de Arizona. A. Warburg ve en ellos una sobrevivencia de la antigüedad pagana en los tiempos modernos, y en su ritual tradicional (la danza de un sujeto de la comunidad con una serpiente de cascabel entre los dientes para después dejarla en libertad), la tarea de la humanidad de abandonar los sacrificios de seres vivientes en beneficio de representantes simbólicos. L. Binswanger favorece este trabajo de anamnesis, que procede de la adversidad psicótica actual en Bellevue, a la experiencia de juventud con los Hopi, y de esta al conocimiento de un nuevo estilo, esforzándose en seguir un trayecto que va del vórtex de la angustia al pensamiento. Una cierta perplejidad se denota en el comentario de L. Binswanger sobre las interesantes «transiciones » entre sus ideas científicas e «ideas fragmentarias y delirantes ». Ella puede explicar el hecho que, a pesar de verse solicitado por el hijo de A. Warburg, en la obra prolífica de L. Binswanger no haya prácticamente ninguna mención al caso de su prestigioso paciente. A. Warburg es dado de alta en 1924 con el firme propósito de dedicar todos sus esfuerzos a dos proyectos: un atlas de las migraciones de las imágenes en el cual Ninfa tiene un buen lugar, y proseguir con la tan particular constitución de su biblioteca por la cual renuncia a su herencia. 

Mnemosyne y la Biblioteca: la solución ilimitada

Sus dos proyectos son sin límites puesto que el atlas Mnemosyne contiene decenas de miles de imágenes combinadas en planchas, exponiendo imágenes disímiles para producir el pensamiento en su intervalo y cuyo ordenamiento puede ser modificado siguiendo combinatorias cambiantes. En cuanto a la célebre biblioteca, forzada por el nazismo a un exilio en Londres, el principio de ordenamiento que la rige es llamado por A. Warburg «el principio del buen vecino»: la respuesta a la pregunta que buscamos debe encontrarse en el libro que se encuentra justamente al lado del que hemos tomado [1], lo que implica una tarea incesante para sus asistentes. Ciertos testimonios la definen como un «campo de batalla» con A. Warburg al mando. El filósofo alemán Ernst Cassirer la califica como un laberinto del que debemos huir, o bien decidirnos a ser su prisionero durante años. A. Waburg muere en 1929, luego de años de prolífico trabajo que ocupa cada vez más a estudiosos de todas latitudes. La solución subjetiva de A. Warburg parece resumirse a encarnar el sabio que falta al goce ilimitado de las Ninfas, imagen de las imágenes de la cultura. Si su adivinación inconsciente de la fractura constitutiva de la cultura lo precipita al torbellino de la psicosis, la encarnación asintótica del intervalo de un saber no-todo lo restituye al mundo extramuros y a su respetable posición de hombre capaz de renovar y compartir el conocimiento. Dice G. Agamben: «Mnemosyne, como otras obras de Warburg, incluida su biblioteca, podrían aparecer como un sistema mnemotécnico de uso privado, en el cual el sabio y el psicótico Aby Warburg proyectó y buscó resolver sus conflictos psíquicos personales. Ello es seguramente cierto, pero no impide que sea el signo de la grandeza de un individuo cuyas idiosincrasias, así como los remedios para dominarlas, corresponden al espíritu del tiempo» [1].

El goce de las imágenes

Ciertamente, A. Warburg muestra algo de la «captura en una imagen femenina » de la que habla J. Lacan a propósito de Schreber. Por su lado, S. Freud diagnostica irónicamente una «erotomanía fetichista » en Norbert Hanold, el protagonista de la Gradiva de Jensen enamorado de una imagen de piedra. Lo que uno y otro nos muestran más allá de la locura es lo que interesa a G. Agamben en la Ninfa: «la historia de la ambigua relación entre los hombres y la Ninfa es la historia de la difícil relación entre el hombre y sus imágenes» [2]. El filósofo italiano elabora una sutil teorización sobre el imaginario que recorre la cultura humana desde Aristóteles, pasando por los autores medievales, para llegar hasta «la imagen dialéctica » de Walter Benjamin. El fantasmata de Aristóteles es una imagen cargada de goce, un pathos del pensamiento capaz de turbar el cuerpo. No en vano el griego recurre como ejemplo al melancólico, emblema en su tiempo de la locura. Para G. Agamben, la Ninfa es un ejemplar canónico de esta imagen cargada de goce (nota 5), objeto por excelencia de la pasión humana por las imágenes. Ella posee una «vida póstuma histórica» (la sobrevivencia) que necesita, para ser verdaderamente vida, que un individuo viviente se una a ella. 

El encuentro con el pathosformel de la Ninfa, híbrido de materia (de goce) y de forma, interviene en una zona en lo cual lo humano se decide en la tierra de nadie entre mito y razón. Para A. Warburg, las soluciones estilísticas y formales artísticas se presentan como decisiones éticas definiendo la posición de los individuos y de una época con relación a la herencia del pasado. G. Agamben nota que Paracelso ve en la Ninfa al arquetipo de toda separación del hombre de sí mismo, el lugar de un incesante faltarse a sí mismo, el punto de fractura en el cual lo humano se produce. Pero, si desde la perspectiva de G. Agamben el hombre se define por una posibilidad de pensar, esta no puede resultar solamente del acto de un simple individuo, sino de una multitud en el espacio y el tiempo, en el plano de la colectividad, de la cultura y de la historia. De más está decir que no tiene relación con los arquetipos metahistóricos de Jung: aquí son necesarios la historia y la contingencia como resultados de una operación particular del «sujeto historiador » [2]. De la «captura en una imagen femenina», a la elaboración de un sistema del saber sobre el imaginario universal de la cultura, la pareja que forman A. Warburg y la Ninfa muestran que la pasión de los hombres y la psicosis de un individuo pueden construir soluciones estéticas a las schizés de los espíritus de cada época.

Imágenes del destino

«¿En dónde está la ninfa? ¿En cuál de las veintisiete epifanías [de la plancha N° 46 del atlas Mnemosyne] toma consistencia? [...] La ninfa es un indiscernible de originalidad y repetición, de forma y materia. Un ser cuya forma coincide puntualmente con la materia y cuyo origen es indiscernible de su devenir, que es lo que llamamos tiempo» [2]. A. Warburg concluye su conferencia El ritual de la serpiente con el comentario de una imagen fotográfica que capta en 1896 en su estadía en San Francisco, digna del atlas y al lado de la cual la carta postal de 1880 de la ninfa del Parque Elisa merece su lugar: un hombre de negocios pasa delante de un edificio neoclásico (imitación de lo Antiguo). Un cable de electricidad se ve tendido por encima de su sombrero de copa. A. Warburg percibe en él lo que el tiempo de la civilización de la edad mecánica destruye, el conocimiento de la naturaleza que lo mítico y lo simbólico, luchando por dar una dimensión espiritual al hombre con su entorno, han duramente construido: un espacio de contemplación, sinónimo del intervalo donde nace el pensamiento. Los comentarios del fin de la conferencia toman un cariz funesto que permiten pensar que la «política de catástrofe» de la que acusa a L. Binswanger durante su hospitalización en Bellevue permanece en el horizonte cuando A. Warburg profetiza «una destrucción que amenaza de reconducir el planeta al caos» [9]. Sabemos que A. Warburg, siguiendo el ejemplo de Nietzsche, se toma por un «sismógrafo » que capta «la tragedia de la cultura» y cuyas vibraciones pueden traducirse de acuerdo a una polaridad que cambie el destino en fortuna, la catástrofe subjetiva en un conocimiento compartido. Lo real de su encuentro con la Ninfa se encuentra en fase con el espíritu de su tiempo, entre dos guerras mundiales. Las vibraciones de las topadoras del Parque Las Heras le confirman discretamente a ambos lo que la época porta en ella como oscilación entre lo siniestro y lo sublime: en alguna ribera del Suquía, un melancólico dios fluvial ha sustraído a los sujetos historiadores el goce ilimitado de la Ninfa extática.
 
 

Bibliografía

1) AGAMBEN Giorgio, A propos de la science sans nom d’Aby Warburg, in La Puissance de la pensée, Essais et conférences, Bibliothèque Rivages, París, 2006.

2) AGAMBEN Giorgio, Ninfe, Bollati Borlinghieri, Torino, 2007.

3) BINSWANGER Ludwig, WARBURG Aby, La Guérison infinie, Bibliothèque Rivages, París, 2007.

4) DIDI-HUBERMAN Georges, L’image survivante, Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, Les Editions de Minuit, París, 2002.

5) DIDI-HUBERMAN Georges, Ninfa moderna, París, Gallimard, 2002.

6) FREUD Sigmund, BINSWANGER Ludwig, Correspondance. 1908-1938, Calmann-Lévy, París, 1995.

7) LACAN Jacques, El seminario 20, Aún... , Buenos Aires, Paidós, 1981.

8) WARBURG Aby, Essais florentins, París, Kliencksieck, 1990

9) WARBURG Aby, Le Rituel du serpent, Récit d’un voyage en pays Pueblo, París, Macula, 2003 [Trad. cast. El ritual de la serpiente, Editorial Sexto Piso, Madrid, México, 2004].

10) WILLINGTON José Alejandro, La Escena y la excepción. Escritura y psicosis, Otra lengua. Ensayos lacanianos. El espejo Ediciones, Córdoba, 2004.

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Otros textos 
Warburg avec Binswanger
Angustia biopolítica
Giorgio Agamben et la mélancolie : philosophie de la clinique
L'anxiété morbide Etude bioplitique de Henri Ey
Ey et Lacan : la folie entre corps et esprit
Le capitaliste fou
Transformations délirantes ou le pousse à la femme


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Notas

1 La Voz del Interior, Córdoba, Argentina, 12 de noviembre del 2006.

2 G. Didi-Huberman nos recuerda quiénes son las Ninfas: «Bellas apariciones drapeadas, venidas de quién sabe dónde, marchando al viento, siempre conmovedoras, no siempre muy recatadas, casi siempre eróticas, algunas veces inquietantes. Ninfas : divinidades menores, sin poder «institucional », pero irradiando un verdadero poder de fascinación, de conmover el alma y con él, todo saber posible sobre el alma», [5].

3 «Basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini» para sentirse intrigado y plantearse diversos interrogantes. ¿Qué quiso decir Bernini al presentar así a Santa Teresa? se preguntan los editores [7].

4 A. Warburg encuentra aquí los monstruos orales que se deslizan y deforman que evoca A. Willington, los trazos en los cuales la letra se vuelve imagen animal en una archiescritura, y que muestran el vacío, la «diferance», el litoral del goce, la letra y la imagen, el punto mismo de inserción y desinserción del sujeto en el lenguaje [7]. 

5 Debemos la mejor descripción del pathosformel de la Ninfa de A. Warburg a G. Didi-Huberman: «En la parte del cuerpo que recibe el soplo, el tejido está adherido a la piel, y de este contacto surge algo como el moldeado del cuerpo desnudo. Del otro lado, el tejido se agita y se despliega libremente, casi de modo abstracto, en el aire. Es la magia del drapeado: las Gracias de Boticelli tanto como la ménades antiguas reunen estas dos modalidades antitéticas de lo figurable : el aire y la carne, el tejido volátil y la textura orgánica. De un lado, el drapeado se lanza para él mismo, creando sus propias morfologías en volutas ; del otro lado, revela la intimidad misma – la intimidad moviente-emocionante – de la masa corporal» [4].